El Club de los Poetas Muertos

Donde los sueños se funden con la realidad.

miércoles, septiembre 28, 2005

Breve descripción de Orquídea Negra.

Ella no es ninguna belleza exuberante como muchas villanas de cómics y de novelas románticas. Tampoco es fea, que digamos. Tiene un rostro gracioso, labios bonitos, nariz fina y unos ojos almendrados muy expresivos. Su pelo es del color del caramelo tostado, un rubio oscuro natural que tiene tantos matices como luces se reflejen en él. Lástima que siempre lo mantenga tan corto, dándole ese aire masculino que oculta por completo su belleza.

Pero su sonrisa... ¡ay, desdichado el que vea sonreír a la Orquídea!

Ella jamás sonríe de felicidad, pues no tiene motivos para tener ese sentimiento. Y si alguna vez sonrió de felicidad, nadie fue testigo, ya que creció prácticamente sola. Su sonrisa suele ser forzada, helada o artificial. Los que han visto una sonrisa sincera de Orquídea Negra, dicen muchas cosas, pero todos coinciden en un adjetivo: escalofriante. Ella sólo sonríe cuando recibe una sorpresa favorable a sus intereses, así que sonríe muy pocas veces al año, dado que es casi imposible sorprenderla. También tiene sonrisas crueles e irónicas, pero de ésas mejor no hablamos.

Se expresa también con esos ojos suyos, oscuros como dos pozos negros, como dos abismos infernales que pocos se atreven a mirar por miedo a encontrar alguna quimera en el fondo. Hay quien dice que son ojos de asesina, pero ella considera el asesinato entre seres de una misma especie un acto de estupidez suprema. Y ella no es estúpida, ni tampoco odia (ni ama) a nadie tanto como para matar. Pero sí es cierto que sus ojos son tan temibles como su sonrisa, aunque, si alguna vez albergó en su alma sentimientos dulces, o simplemente humanos, fue a través de sus ojos por donde se expresaron.

También se expresa con las manos. Son pequeñas, alargadas, fuertes, estilizadas y muy ágiles. Como deben ser las manos de los músicos y de los ladrones. Por supuesto, Alicia es ambas cosas, aunque muestra mayor interés y dedicación al arte del latrocinio que al violín o al piano que tan bien ha aprendido a tocar.

Luego está su cuerpo, que es inversamente proporcional a su inteligencia.

Alicia, pese a haber cumplido no hace mucho los dieciséis años, mide poco más de metro y medio. Es delgada y aerodinámica, ya que las hormonas propias de su edad no la han afectado demasiado; apenas tiene caderas o pechos, lo que acentúa su aspecto masculino. Pero su pequeño cuerpo de gimnasta nata esconde una fuerza insospechada que ella se ha encargado de potenciar con una sesión de capoeira los martes, jueves y viernes. El resto de días, se entrena con una mezcla entre el kárate y el taekwondo ideada por ella misma.

Podría analizar también su psicología o hablar de su trabajo como ladrona, pero es posible que eso me lleve a rellenar varios libros. Así que, con vuestro permiso, poetas muertos, me reservo las ideas para dejarlas madurar.

Fin de la descripción de Orquídea Negra.

sábado, septiembre 10, 2005

El padre de la Orquídea

Una pareja hablaba mientras paseaba de la mano por el Port Vell. Llamaba la atención el hombre, que tendría unas tres décadas más que la joven que le acompañaba. Pero a ellos no parecía importarles aquella insignificante diferencia.
Las luces del atardecer se reflejaban en el agua del puerto y ellos ya habían andado desde un extremo del paseo hasta Colón.
—Creo que no ha sido bueno que Alicia nos viera esta mañana juntos… —, comentó Enrique.
—¿Bromeas? ¡Si se lo ha pasado en grande metiéndose con nosotros! —, rió Eva—. Además, ya es mayorcita para entender esas cosas.
—¿Tú crees? —, se sorprendió él.
Eva se rió aún más, pero otra parte de su ser, algo más maternal, estaba apenada porque Alicia no hubiera crecido con una figura femenina a su lado. Una madre.
—Ya veo que tú y tu hija no habéis tenido la charla sobre de dónde vienen los niños…
—¿Para qué? Ella nunca lo preguntó, además, todas esas… dudas se las solucionaría la psicóloga en el primer año de instituto —, dijo. Parecía algo avergonzado por no poder hablar del tema con tanta naturalidad como Eva.
—Tranquilo, eso le pasa a muchos padres solteros, según me han dicho.
La intención de Eva era animarle, y Enrique lo sabía.
—No creas que hemos vivido un drama ni que su madre murió de cáncer ni nada trágico, ¿eh?
—¡Nunca me has hablado de cómo decidiste adoptarla!
Enrique intentó poner en orden sus pensamientos antes de regresar al pasado; no quería encontrarse con recuerdos desagradables por el camino. Una vez estuvo organizada su explicación, le indicó a la periodista que se sentara en un banco y empezó a hablar.
—Lo que te voy a contar es un absoluto secreto. A Alicia le dije que sus padres y ella iban de vacaciones a una casa que tenían en la costa marsellesa, que ellos murieron en un accidente de tráfico, ella se salvó y yo la adopté porque sus padres fueron alumnos míos. Alicia cree que sus padres eran excelentes personas, que la querían mucho y toda la película que te quieras montar. La realidad no es exactamente así.
»Su madre la tuvo muy joven y su padre nunca apareció. La madre era alumna mía en el Liceo francés y en 1988 le concedieron una beca para estudiar durante un año aquí, en España. Yo era el único que sabía de su estado, así que me ofrecí como tutor suyo para poder acompañarla, dado que yo conocía bien el país y podría orientarla. No pudo aprovechar la beca porque, en cuanto sus padres se enteraron de que estaba embarazada, hicieron malabarismos en el consulado para que ella volviera.
—¿Puedes decirme cómo se llamaba la madre de Alicia?
—No debería... está bien, Françoise Boulogne, y deja de ponerme esos ojitos. Ella fue, probablemente, la alumna más inteligente que he conocido, después de su propia hija, claro está. El caso es que nos mantuvimos en contacto cuando el bebé nació al invierno siguiente, en febrero de 1989. La llamó Alice Claire Boulogne.
—Qué bonito.
—Lo que vino después no fue nada bonito. La familia de Françoise renegaba de ella y del bebé, así que tuvo que marcharse de su casa en Lyon. No sé por qué no me pidió ayuda, no sé por qué no me molesté en averiguar la razón de que sus cartas se retrasaran durante los siguientes años… sólo volví a saber de ella años después, cuando un colega mío del Liceo me llamó para decirme que Françoise estaba en el hospital. Más tarde me enteré de que se drogaba. Y mucho.
Eva no dijo nada, pero los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Joder, Enrique, menos mal que no iba a ser una historia trágica. ¿Y lo dices así, tan tranquilo?
—De eso hace ya mucho, todavía me siento responsable por no haber cuidado más de mi alumna, pero… —, suspiró y cerró los ojos unos instantes—, trato de compensar los daños siendo el padre de Alicia. Cuando Françoise tuvo aquel accidente de coche… bueno, Dios sabe qué se tomaría, pero el coche terminó en el desguace, la madre en un centro de desintoxicación y la niña de ocho años que viajaba en el asiento trasero se salvó milagrosamente. ¿No te parece extraordinario que Alicia se pusiera el cinturón de seguridad sin que se lo dijera su madre? Ya te digo que es más lista que su madre, si es que eso es posible. Françoise tenía una mente prodigiosa para los números, era una calculadora humana…
Eva se fue calmando, imaginando lo mucho que habría tenido que sufrir Alicia.
—No sé si te he dicho que mi hija perdió la memoria en aquel accidente.
—¡Dios Santo!
—Sí, eso dije yo cuando me llamaron desde el hospital de la Santísima Trinidad. Françoise llevaba entre su documentación una vieja carta que yo le había escrito hacía muchos años, felicitándole por la beca lograda y animándola para que cumpliera sus sueños, así que alguna enfermera espabilada consultó mi nombre en la guía telefónica de Barcelona (todavía hoy me pregunto de dónde la sacaría) y me llamó. Françoise no quiso verme; supongo que estaba avergonzada y no quería que la viera en aquel estado. Pero sí pude ver a Alicia un rato, cuando estaba inconsciente.
—¿Y Alicia no recuerda nada de aquel día?
—Ni de los anteriores. De hecho, en cuanto se despertó en el hospital… se volvió como loca. Se escapó por la ventana y echó a andar por la ciudad. Madre mía, cada vez que recuerdo el miedo que pasé aquel día… la encontré, al final, quitándole la merienda a una niña en el patio de un colegio cercano. La adopté a los dos meses, fue un papeleo bastante rápido, teniendo en cuenta mi historial.
Eva ya sabía que Alicia tenía habilidades con las que alunos superhéroes sólo podían soñar. Y sabía que era la ladrona más joven de la Historia. Y también que Alicia era Orquídea Negra, una sombra en un museo, un fantasma que deambulaba por la ciudad cada noche. La mejor ladrona del mundo. Pero Eva sabía algo que el resto de personas ignoraba: Orquídea tenía sentimientos. Y aquel era un secreto hasta para la propia Alicia.
—Oh… lo primero que recuerda Alicia de su infancia es que huía de un hospital… como… como…
Eva se calló la palabra que se le había cruzado por la cabeza.
—¿Una ladrona? —, ayudó Enrique, comprensivo—. Bueno, ella siempre ha tenido ese talento natural, casi instintivo. Aunque se ha entrenado a conciencia con sus hermanos y yo le he enseñado mucho, el mérito es todo suyo.
—¿Y no podría utilizar sus dones para algo útil a la sociedad?
Enrique calló unos segundos, casi divirtiéndose al imaginar la cara que pondría Alicia si hubiera oído la pregunta de la periodista, e invitó a Eva a levantarse.
—No quería estropear la tarde con recuerdos poco agradables. ¿Te apetece un café?
—Sí, por favor —, sonrió ella aceptando el brazo que le ofrecía Enrique para apoyarse—. Oye, ¿y qué fue de Françoise?
—No lo sé. Nunca la volví a ver. Busqué en el centro de desintoxicación que me indicaron, pero no estaba registrada, y no ha vuelto para reclamar a su hija, así que… bueno, lo importante es que Alicia tiene una familia.
—Pero nunca ha sido una niña. Eso es tan triste… ahora entiendo mejor su comportamiento…
El caballero volvió a guardar silencio y decidió comprarle a su dama unas flores en un quiosco. Se cuidó muy mucho de no elegir las orquídeas por los recuerdos que acarreaban, pese a ser la flor con el significado más adecuado para Eva: inteligente y bella. Una simple rosa le pareció casi un insulto, así que no sabía cuál escoger…
Eva, mientras tanto, hacía como que no se daba cuenta de la galantería de su maduro novio y se entretenía en el quiosco de al lado, mirando las revistas.
Lo que sucedió a continuación fue rápido y confuso, pero se intentará describirlo con precisión.
Un Mercedes gris plata derrapó junto a la acera donde Eva leía distraídamente. Apenas tuvo tiempo para darse la vuelta cuando dos tipos ocultos bajo pasamontañas la inmovilizaron y la metieron en el coche. Los reflejos de Enrique Castells ya estaban más que activos, pero uno de los dos enmascarados, le disparó antes de que pudiera dar un paso hacia ellos.
Los niños lloraban abrazados a sus madres, asustados por el disparo. Los que tuvieron más temple, se acercaron a atender al hombre canoso que yacía sobre la acera junto a un ramo de flores. La sangre que manaba de su cuerpo y teñía las flores fue lo último que vio Enrique antes de perder el conocimiento.

jueves, septiembre 08, 2005

Licantropía

Llovía a cantaros cuando salí del metro en dirección a la cafetería en la que se había concertado la cita. Por aquel entonces yo era un periodista recién salido de la facultad, que tenía mucho que demostrar, así que en redacción me habían enviado a hacer una entrevista basura a un loco que afirmaba ser un hombre-lobo.

No me preguntes porqué, pero los locos fascinan a la gente. Yo debía volver con un montón de estupideces al periódico y redactarlas de una manera tal que el pobre hombre pareciera todavía más loco de lo que estaba. Supongo que a la gente le gusta ver basura para así poder pensar que su vida no es tan triste.

En el bolsillo interior de mi chaqueta llevaba una libretita con las preguntas más típicas y con aquellas que, a primera vista, darían más juego (cómo se convirtió usted en hombre-lobo, qué hace cuando le llega el celo, come usted carne humana, le maltrataban de pequeño, cosas así). No llevaba grabadora. Me iba a inventar la mayor parte de las respuestas, así que con coger unas notas por encima me valía.

Iba a encontrarme con un cateto, probablemente habría preguntas que no comprendería, e iba a aprovecharme de eso: ¿Le han psicoanalizado? ¿Qué opinión le merece su status legal? ¿Su potencial físico es tan exacerbadamente fantástico como nos muestra la literatura? Y, aunque las entendiera, no había problema. Una vez bien maquilladas, cada una de sus respuestas provocarían en el lector una risa incontenible.

Entré en la cafetería. Eché un vistazo y vi a un hombre enorme en la barra. Llevaba camisa a cuadros rojos, de leñador, y el pelo oscuro cayendo desgreñado sobre unos hombros de toro. Al estar sentado en esa posición no vi más de él, pero supuse que sería mi hombre. Sonreí y me dirigí hacia él.

Suavemente le toqué el hombro. Pensaba marcar distancia desde el principio, eso en una mente débil, seguido de unas cuantas muestras de compañerismo, le harían verme como alguien superior a él que pretende ser su amigo, y así podría sacarle más, abusando de esa confianza. - ¿Roberto Paleo? - Pregunté cuando se giró, mostrando una cara franca y bobalicona que prometía mucho material. - Se equivoca de persona. - Respondió, volviendo a su cerveza. Esto me impactó. - Perdone, creo que usted me está buscando a mí. - Sorprendido, me giré para encontrarme con un hombre joven, bajito y bien vestido, de pelo negro bien peinado y gafas con montura al aire. Estaba sentado en una mesa, tomando un café y leyendo un libro enorme. - Por favor, siéntese conmigo.

Me senté frente a él y me presenté. Nos estrechamos las manos y comenzamos una charla ligera sobre el tiempo. Le pregunté si le importaba que tomara notas. Con mucha cortesía, dijo que no solo no le importaba, sino que me lo rogaba encarecidamente.

- Comprenderá que muy poca gente se toma en serio el licantropismo. Muy poca gente a la que no le esté destrozando la yugular uno de nosotros, quiero decir. - Soltó de golpe, como si acabara de hacer un comentario sobre la situación de la bolsa.

Hablamos durante horas. No era un pardillo, como había esperado, era un genio de una enorme cultura. Me contaba cosas y yo las transcribía frenéticamente, pues no quería perder palabra. Miles de veces me llamé imbécil esa tarde por no haber llevado la grabadora.

La historia que me contaba era fascinante. Me contó que, en su juventud, en el siglo XIX, se había transformado en hombre-lobo, pero no me quiso contar como, aunque dejó claro que "el mordisco de un licántropo no te convierte en licántropo, te arranca la pierna".

Me habló de la plata. Dijo que le encantaba la plata. - ¿Cómo - dijo - podría matarnos la plata, el metal mágicamente lunar, cuando es de la luna de dónde fluye nuestra esencia? No, eso es una estupidez. Igual que lo de que la luna llena nos convierte en lobos. La luna no obliga a nada. La luna pide y otorga. Es el sol, es Apolo, el que exige. Nosotros, como hijos de Diana, decidimos. Aunque es cierto que con la luna llena somos más poderosos.

Me habló sobre la época que pasó en París; sobre como unos cazadores le persiguieron por Normandía durante tres noches; sobre el placer de matar y la dificultad de mantener esa adicción a raya. Me habló sobre no tener hogar y sobre hacer un hogar de todo lugar en el que estás.

Nos despedimos muchas horas después. Había llenado mi libreta y la cabeza me bullía. No podía ser verdad. Los hombres-lobo no existen. Estaba confuso. Y entonces, al estrecharle la mano, sentí algo raro. Bajé la mirada y vi como, durante un momento, la mano se convertía ligeramente en la pata de un lobo, adquiría su esencia. Alcé la mirada y le vi sonreír. Los colmillos demasiado largos, los rasgos demasiado estirados, los ojos demasiado claros. Y supe que era verdad. - Puede que pronto nos veamos de nuevo. Y entonces puede que sepa lo que no le he contado hoy. - Dijo.

Salí de allí a trompicones, volví al periódico y dije al redactor jefe que el hombre-lobo no se había presentado, así que no había artículo. De ninguna manera podría haber escrito lo que se esperaba de mí. No, no podía ridiculizarlo. Habría sido como reírme a la cara de Dios. Me dijo que no hacía falta el loco, que me lo inventara. Y yo le dije... le dije que sí. Me lo inventé todo. No hablé de él. Hablé de los que fueron mis prejuicios, hablé de una mente confusa, hablé y dije en aquel artículo todo lo que los demás querían leer. Todo lo que yo no quería escribir.

Han pasado ya casi cuatro años. Por la noche me sigue costando dormir. Mi carrera se ha afirmado, ahora soy periodista de plantilla de un importante periódico. Sé que si alguien leyera lo que estoy escribiendo no se lo creería, a pesar de todo. Me da igual. Me da igual porque se que viene. Las últimas cinco noches le he oído. Viene a por mí. Y esta vez me contará lo que la última vez no me contó. Y, después, me matará.

martes, septiembre 06, 2005

Cosas de niños

Llevo un par de semanas dándole vueltas a este relato corto, cortísimo, pero no había encontrado el tiempo necesario para escribirlo. Ya lo encontré, y creo que ya era hora de que me estrenara en este blog, así que aquí os lo dejo:

Nada más cerrar los ojos para intentar dormir, los gritos vuelven a sonar, reclamando mi atención.

Cansada, me levanto, cojo al bebé en brazos y lo mezo hasta que se queda dormido otra vez. Lo acuesto en la cuna y lo arropo con suma delicadeza, para no despertarlo.

Suspiro de alivio al comprobar que ya está dormido, pero ese suspiro es bastante para conseguir que Iván, su hermano, comience a llorar.

Corro hasta su cuna y me apresuro a hacerlo callar antes de que despierte a Iker, pero no puedo evitar que abra la boca, con los ojos aun cerrados, y comience a quejarse también.

Genial, ¡ahora tengo dos bebés llorando!

Cojo cada niño con un brazo y me siento en un sillón, esperando a que se calmen.

Cuando lo hacen, los vuelvo a meter en sus cunas y me acuesto.

El reloj digital me mira, desafiante, recordándome que ya son las cuatro y media y no he conseguido dormir aun.

Sueño con el día en el que los vi por primera vez, en Navidades. Fue un día muy emotivo para mí, como supongo que para todo el mundo.

Más llantos, abro los ojos y ahí está el reloj, observándome desde sus infernales números que marcan las seis menos diez. Ahora sé por qué los hacen con los números rojos: son diabólicos.

La hora de los biberones.

Después de prepararlos, tomo a Iker y le doy el suyo. Luego hago lo mismo con Iván.

Han vuelto a callar, y yo vuelvo a intentar descansar.

Pienso en lo duro que es tener un bebé, pero que más aun es tener dos, y encima a la vez.

Ya es de día, otro cansado día más. Y otro caluroso día más, en agosto nada perdona.

Otro día más sin despegarme de los bebés, otra noche más sin descansar.

Pero las cosas son así.

No quiero ni pensar en el día en que deje las muñecas y tenga uno de verdad, con un poco de suerte (o mala suerte, según se mire), dos.

viernes, septiembre 02, 2005

Costumbres.

Ahmed sujetaba su taza de café mientras observaba al hombre solitario de la última mesa. Le veía leer el periódico mientras saboreaba el humo de su cigarro, y era esto último lo que le fascinaba. No llevaba mucho tiempo allí, y en su tierra no acostumbraban a aspirar las emanaciones tóxicas de la combustión de plantas muertas, por lo que aquel ritual le sorprendió notablemente la primera vez que lo vio. Su hermano le había pedido que le esperara en esa cafetería y hacía unos segundos le había llamado para advertirle que llegaría tarde, así que ahora, por primera vez desde que desembarcara, tendría tiempo de averiguar qué sentía la gente consumiendo ese producto.

Se acercó al fumador, que acababa de apagar la colilla de su cigarro, y permaneció expectante durante un momento, hasta que éste levantó la vista, un tanto molesto por la presencia del descarado inmigrante. Entonces Ahmed, rápidamente pero también con sumo cuidado, introdujo una de sus manos en la boca del sorprendido hombrecillo. Empujó su brazo hacia dentro hasta que su codo quedó rozando el labio superior; juzgó que no era suficiente, e introdujo todo el brazo hasta el hombro. Palpó durante un breve minuto (aunque no pareció breve, sino eterno a la par que incómodo, al fumador) el interior de los pulmones, y finalmente extrajo toda su extremidad, llena de babas y restos orgánicos. El fumador le contempló, perplejo, con la mirada un tanto perdida. Su expresión, su sudor, su ritmo cardíaco y la descarga de adrenalina que recorría su cuerpo, delataban que acababa de participar en un fenómeno inquietante e inaudito, pero por más que se esforzaba no lograba recordar de qué se trataba. Finalmente su memoria aceptó la derrota y el hombre se encogió de hombros y continuó su lectura, preguntándose eventualmente qué sabor, aparte de tabaco, notaba en su boca.

A varias mesas de distancia, Ahmed examinaba su brazo, especialmente las yemas de sus dedos. Las olisqueó, e incluso tocó con la punta de la lengua una de ellas, analizando el sabor. Llegó a la conclusión de que fumar era una costumbre estúpida y de mal gusto. No sería esa la última vez que opinaría así sobre una costumbre local.